Daniel Aguilar
Se mentía con ganas, mucho más allá del ridículo y del absurdo, en los periódicos, en los carteles, a pie, a caballo, en coche. Todo el mundo manos a la obra. A ver quién decía mentiras más inauditas. Pronto no quedó verdad alguna en la ciudad.
(Viaje al fin de la noche, Louis Ferdinand Céline. 1932)
Si hay algo que preocupara por igual a las oligarquías sitas en Occidente y en China en los primeros años del siglo XXI era el auge de los movimientos despectivamente tildados de “populismos”. Los mal llamados partidos de “ultraderecha” en Europa (cajón de sastre donde se podía encontrar de todo), el fenómeno Donald Trump en EE.UU., el movimiento de los Chalecos amarillos en Francia, la Revolución de los Paraguas en Hong Kong o el Movimiento de los Girasoles en Taiwán son unos pocos ejemplos. A la vista de que Austria y Alemania son los países donde ahora se imponen medidas más salvajes “frente al virus” y se plantean cosas como la vacunación obligatoria y se incentiva la eutanasia, uno sospecha del perfil de una buena parte de aquellos interesados en controlar el planeta y en exterminar los posibles enemigos por orden de peligrosidad. Hoy, “milagrosamente”, gracias a la excusa del coronavirus con la que se impiden las manifestaciones masivas y el desplazamiento de un país a otro de los sospechosos, tanto en Oriente como en Occidente se recrudece la censura y todos estos levantamientos populares contra el cada vez más omnipresente poder establecido han sido acallados, mientras se estrecha el cerco contra sus miembros y dirigentes con la excusa de que “están poniendo en peligro la salud de todos”. Pero hoy no voy a entrar en este tema, sino en un genocidio que arranca desde mucho antes y que a día de hoy es un gran desconocido, el que lleva a cabo sin prisa pero sin pausa la dictadura comunista china sobre la etnia uygur que vive en Turquestán Oriental (Región Autónoma de Xinjiang, en la nomenclatura china). Algún día, si da tiempo, hablaremos de otros territorios invadidos por China en un momento u otro, como Tíbet o la isla de Taiwán.

Turquestán Oriental, sito al este de las actuales Repúblicas de Kazajstan y Kirguistán, tuvo una gran importancia histórica durante los tiempos de la Ruta de la Seda. Ciudades uygures como Urmqi/Thiwa, Turpan/Turfan o Kashgar formaban parte de la Ruta Norte mientras que otras netamente chinas como Dunhuang se encontraban dentro de la Ruta Sur. Dentro de esta “Región Autónoma” (es un decir), se encuentra el desierto de Takla Makan. A pesar de que el grueso de su población son los uygures, escuchamos a diario cómo los medios de comunicación apesebrados repiten el término “minoría uygur”. Claro, si se cuenta toda la población de la actual República Popular China, está claro que los uygures son una minoría, pero eso no se cumple si reducimos el terreno estudiado al Turquestán Oriental. Por poner un ejemplo fácil, es como si hablásemos de la “minoría melanesia” de Francia; en el total de Francia pueden ser una minoría, pero en Nueva Caledonia, no. Hoy día, mediante emigraciones forzosas de chinos hacia Xinjiang y viceversa (salida forzosa de uygures) se van equilibrando ambas etnias. Los uygures son de religión musulmana, aunque también hay influencia del budismo tibetano, su lenguaje es parecido al turco y se cree que su población son los restos de alguna etnia de origen indoeuropeo. Y debido a este componente islámico mucho cretino occidental se alegra de la “mano dura” que el gobierno chino muestra hacia ellos… Pero el asunto, por desgracia, no se limita a la discriminación o al aplastamiento del movimiento independentista de la región absorbida por el gigante chino.
El caso de los uygures, por desgracia, entra dentro de lo que siempre se ha entendido por genocidio. Todo el mundo conoce las bombas atómicas lanzadas por los norteamericanos en Hiroshima y Nagasaki en verano de 1945. El caso de la prueba nuclear del mismo país en el atolón Bikini en 1954, con numerosos pescadores japoneses como víctimas (que originó las películas sobre el monstruo Godzilla) es un poco menos conocido. Y también es público que los EE.UU. hicieron pruebas nucleares de menor intensidad en las zonas desérticas de Nevada o cerca de las islas Marshall. También se sabe que la Unión Soviética realizó numerosas detonaciones nucleares en Novaya Zemlya. Se habla bastante últimamente de las pruebas nucleares subterráneas de Corea del Norte. Pero, curiosamente, se habla muy poco de las pruebas nucleares chinas, que incluyen detonaciones de bombas en superficie de una potencia inusitada en este tipo de pruebas. Y, ¿adivina el lector en qué parte de China lanzó el gobierno comunista dichas bombas?

Se tiene constancia de nada menos que 46 explosiones nucleares chinas en el período que va de 1964 a 1996, y no precisamente porque dicho país las haya anunciado o reconocido, sino por mediciones hechas por los países limítrofes (véase cuadro adjunto). Todas las de superficie, sin excepción, tuvieron lugar en esta “Región Autónoma” de Xinjiang poblada por uygures, sobre todo en la zona correspondiente al antiguo Reino de Loulan, con el lago Lop Nur y el río Tarim como sus enclaves naturales más emblemáticos (donde se han descubierto momias de raza blanca, por cierto). El investigador japonés Jun Takada, de la Universidad Médica de Sapporo, ha realizado un detallado estudio de los efectos de la radiactividad de estas pruebas. La sexta de estas bombas experimentales (una prueba termonuclear de 2 Megatones) se detonó en el desierto de Takla Makan, entre el lago Lop Nur y la ciudad de Turpan en junio de 1967 y la más potente de todas (4 Megatones) fue la de noviembre de 1976. Se cree que de 1982 en adelante ya “solo” se han realizado pruebas subterráneas. Desde entonces, la incidencia de cáncer entre los uygures es muchísimo más alta que en el resto de población china y abundan las malformaciones genéticas. Se calcula en 190.000 personas el número de uygures fallecidos como consecuencia de todas estas pruebas nucleares. Por si fuera poco, se rumorea que los activistas uygures en pro de la independencia que son detenidos por el gobierno chino y terminan en campos de concentración, sirven como cobayas para experimentos y para alimentar el tráfico ilegal de órganos humanos. Por favor, reflexiónese sobre todo esto a la hora de equiparar el “separatismo uygur” y el “terrorismo uygur” con el de otras regiones del mundo.

Si alguien piensa que todo esto es conspiracionismo y pura propaganda anticomunista le recomiendo el documental Death on the Silk Road (1998) que ganó en su día el Rory Peck Award y, por el momento, sigue disponible en Nicovideo y quizá algún otro portal de internet. Por cierto que en los años ochenta, poco antes de la olvidada masacre de Tiananmen, un japonés amigo mío fue conminado en Pekín por agentes chinos que se hicieron pasar por diplomáticos japoneses para que les entregara un cristal sospechoso de color violáceo que encontró en una de las carreteras que pasan cerca de la Ruta de la Seda. Posiblemente se trataba de alguna sustancia fundida y luego recristalizada por las altas temperaturas de una explosión nuclear. Todo esto sucedió en unos años en que, al hilo del restablecimiento de las relaciones diplomáticas con el gobierno de Pekín y la interrupción de las mismas con la dictadura derechista de Taipei, tanto Japón como muchos países occidentales ofrecían ayudas al desarrollo a la dictadura comunista. Que las ha utilizado para su carrera armamentística y para su conquista espacial.
Realmente es curioso ver cómo casi todos los gobiernos del mundo se esfuerzan por complacer o cuanto menos por no ofender a la dictadura que gobierna en Pekín, a la que, dicho sea de paso, nunca llaman dictadura. ¿Qué pasó con aquella cantinela de los Derechos Humanos? ¿Realmente eran peores Sadam Hussein y Gadaffi, o sólo más insignificantes, más fáciles de aplastar y menos dispuestos a “cooperar”? Que cada uno piense lo que quiera, pero sólo después de haberse informado, por favor.
