Cristóbal Cobo

Por una manada de hienas que dejó su rastro de babas en las cuevas, una noche de luna llena en la sabana, salieron los rebaños indignados a clamar venganza justiciera.
Los leones no hallaron pistas suficientes para despedazar a las hienas, pero pudieron expulsarlas y encerrarlas nueve años ¡nueve! en el valle seco, donde nada florece, salvo el polvo.
Pero el castigo no resultó suficiente para calmar a las bestias rumiantes, que seguían borrachas de miedo, henchidas de rabia, sedientas de sangre y hambrientas de ejemplar venganza: Empoderadas.
Los monos aulladores gritaban histéricos desde las ramas de los árboles: <<¡Los leones no sirven, que los inhabiliten! ¡Que cacen las gacelas, que son las únicas que entienden de hienas…!>>
Pero lo cierto es que las gacelas son algo miopes, y no distinguen una hiena de un erizo, ni un ciervo de un gamo, así que empezaron a perseguir a todo lo que se movía. <<¡No hay tiempo para sutiles diferencias! ¡Tenemos derecho a estar seguras!, exclamaban, ¡basta ya de miedo!…>>
Así que crearon espacios sólo para ellas, donde pudieran reunirse tranquilas las gacelas, y todo intruso, ya fuera burro, gato, perro o cerdo, era expulsado entre gritos de: <<¡Es una hiena, es una hiena, es una hiena! Todos tienen colas, todos tienen dientes, todo tienen pelo, son, por consiguiente, lo mismo.>>
¡Qué tiempos tan felices pudieron llegar a ser aquellos…! Un apacible mugido de satisfacción se extendía entre los rebaños, porque parecía definitivamente desterrado, como lejano recuerdo, el tiempo del dominio de los hiénidos. Los monos aulladores -que pasaron a llamarse monosabios- se felicitaban de haber acabado con la Leocracia, pues los leones tenían un extraño sentido de la justicia y de vez en cuando les lanzaban un zarpazo, ¡a ellos, que vivían encaramados en los árboles y eran, sin duda, criaturas aéreas, superiores a los vulgares mamíferos terrestres!
Leones y otros animales nobles habían abandonado, tiempo ha, esos predios, por temor a ser considerados hienas por las dulces gacelas, y recibir el merecido castigo por tan innoble parecido. Hay quien piensa, incluso, que se extinguieron.
Las gacelas, entre tanto, se aburrían, y empezaban a estar hartas de los monos aulladores, que cada vez gritaban más y se comían todas las manzanas de los árboles.
<<Debéis alimentarnos más -decían los monos-, pues desde nuestra posición privilegiada en la copa de los árboles, vemos los peligros que os acechan y podemos avisaros y protegeros. Sólo pensamos en vuestro bienestar.>>
Si las gacelas empezaban a impacientarse y amenazaban con derribarlos de los árboles a coces, algún mono aullador gritaba:
<<¡Atención! ¡Peligro! ¡Hienas! ¡A la zona de seguridad!>> Y las gacelas corrían asustadas, se encerraban en sus rediles y todo volvía a la normalidad…
Pero ¡ay! nunca dura mucho lo bueno. Y no hay calamidad tan grande que no exista una peor.
De noche se acercaron, cuando los monos dormían, los seres abisales, lo que tiembla en el fango y todo lo que repta. Con sus tripas pegadas al suelo, con sus patas grotescas, llegaron en silencio, sin que nadie los viera. Una lengua bífida y un oscuro foso de fauces abiertas es lo único que vieron, gacelas y monos, monos y gacelas, antes de encontrarse con la muerte negra. Allí no quedó nada. Ni siquiera los árboles.
Fin del cuento.