Paco Arellano
En la revista Delirio, que dirijo orgullosamente en La biblioteca del laberinto, hace unos cuantos años (pocos, pero no recuerdo cuántos) empecé uno de sus editoriales recordando la famosa frase del autor de la novela Trainspotting, Irvine Welsh, donde este decía, y yo parafraseaba, que «dentro de cien años [o mil, que viene a ser lo mismo], no habrá ni hombres ni mujeres, solo habrá gilipollas». Yo estaba muy de acuerdo con la frase, pero creo que pequé de optimista y esos cien años, al final, no han sido tantos. Ni siquiera han sido cincuenta, sino apenas cinco. Hoy por hoy, el mundo está lleno de gilipollas hasta unos niveles que causan bochorno ajeno. Basta echar una mirada a nuestro alrededor más cercano para darnos cuenta de ello. No es que los gilipollas aparezcan de vez en cuando en el panorama de nuestro hábitat natural, sino que, mires donde mires, solo ves algún gilipollas, o un grupo de ellos, acechando con sus gilipolleces y dispuestos a amargarnos el día con alguna tontería.
Yo no sé ya ni dónde meterme porque, por mucho que lo intento, no me libro de ellos. Si pongo la televisión para ver un programa de cocina (que tiene que ser francés, como bien sabes, querida Julie, porque, si no, no vale la pena ni siquiera plantearte perder la tarde), me encuentro con algún gilipollas o alguna gilipollas (esto, desgraciadamente, es cada vez más frecuente), que tampoco hay pocas (yo diría que hay incluso más), dando lecciones de moral, de derecho, de tolerancia (a su estilo, claro, que tiene que ver tanto con la tolerancia como Calígula con la comprensión mutua), de política, de ciencia (de ciencia, ¡hay que ver!) y de cualquier tema que se nos pase por la cabeza sin que tengamos ni siquiera que chascar los dedos. Si me fío por lo que veo, vivo, y vivimos, rodeados por una patulea de gente que no vale ni para quitarle los mocos a un perro dándonos señales indicadoras de que la vida que llevamos no es correcta, porque lo correcto es lo que ellos dicen. En fin, será el curso de los tiempos.
Pero los tiempos no son así… perdón, no deberían serlo. Lo cierto es que lo son. Al final, nos hemos dejado comer el coco con una serie de cosas que ni nos van ni nos vienen pero que, a la larga, acaban destrozándonos la vida de una manera u otra. Ha ganado la estupidez, la mentira, el buenismo, lo políticamente correcto e intelectualmente imposible. Ha ganado la mentira. Ha ganado la mentira y la barbarie porque, como dijo aquel inmenso pensador que fue Edmund Burke (aunque he visto frases parecidas atribuidas a Oscar Wilde, Thomas Jefferson…), para que el mal triunfe basta con que los hombres buenos no hagan nada. O sea, que llevamos varios años, muchísimos diría yo, mirando hacia otro lado. Esquivando la verdad y dejándonos llevar por la mentira. Siendo hombres buenos —lo doy por hecho, pero supongo que me equivoco también en esto—, hemos dejado que venza el mal simplemente mirando hacia otro lado, sin preguntar nada y sin querer ver más allá de nuestra caña de por la tarde o nuestro vermú de por las mañanas. En fin, que somos gilipollas. Que todos somos gilipollas.
A mí me encanta la literatura de ciencia ficción y creo que hay un buen ejemplo para estos tiempos que corren que los que hayan leído la novela que voy a mencionar entenderán sin mayor problema. La novela a que me refiero es la primera escrita por Philip K. Dick (el que escribió el libro donde se basó la película Blade Runner) y se llama Lotería solar (hay varias ediciones en español y creo que al lector interesado que no la conozca no le costará mucho trabajo dar con ella; el esfuerzo vale la pena). En Lotería solar, entre otras muchas cosas (fanatismo religioso, mutantes, robots, exploración espacial, grandes mentiras políticas…) hay una cosa que llama poderosamente la atención y que deberíamos empezar a pensar (quien piense, alguna mente pensante en algún partido político) que podría ser de aplicación en nuestro mundo: la botella. No la botella de vodka en la que todos pensamos cuando nos damos cuenta de la basura que es la realidad, sino en una especie de bonoloto del Sistema Solar en la que cualquiera (literalmente cualquiera) puede ser elegido para ser el líder supremo de la política de un Sistema formado por muchos planetas, muchísimas lunas y multitudes incalculables de personas o lo que sean. La botella es ecuánime, la botella es compensatoria. Todos somos, o seremos, iguales ante la botella.

A mí me da un poco la sensación de que la botella ya está aquí. A ver, consideremos un par de cosas. Hemos vivido hace poco más de un mes un cambio democrático de gobierno, donde el maligno Partido Popular, corrupto y echado a perder (verdades como templos), ha sido reemplazado por el noble Partido Socialista Obrero Español, ese gran partido que tiene a sus espaldas más de cien años de historia (muchos de ellos de vacaciones, como diría el otro), la creación de un sindicato y la lucha contra el franquismo, todo ello sin un ápice de corrupción en sus filas y donde los hombres más nobles de nuestra patria se han afiliado para sacar adelante un país que siempre ha andado necesitado de su ayuda y de su coraje para mantenerse a flote (dicho esto con toda la mala baba del mundo, porque no sé dónde andaban los socialistas durante el franquismo del que tanto protestan, pero en fin…). Elegido noblemente en el Congreso por una mayoría de grupos donde estaban asimilados todos los partidos menos dos, o quizá tres, que ahora no lo recuerdo: el actual partido en el Gobierno más todos los partidos separatistas integrados por gente que, en el fondo, no tienen mucho interés porque España siga siendo España, sino un aglomerado de subnaciones federadas, algo parecido a lo que nos llevó hace mucho tiempo a una guerra civil cuyos recuerdos, mira tú por dónde, todavía existen. En fin, la botella, pero a otro nivel. Nuestro brillante presidente del gobierno, un caballero atractivo, alto y con una gran presencia moral, era hace unos pocos años rehuido en las filas de su partido, donde le llamaban despectivamente «Pedro el Guapo», un hombre que solo tenía como bagaje mental ese apelativo de «Guapo» (aquí tendrían que opinar las señoras, que yo, afortunadamente, no estoy capacitado para hacerlo), porque por lo demás, parece un locutor de la televisión… un hombrecillo, un pobre hombre, más preocupado por los gestos que por la verdad, por la mendacidad que por la lealtad. Y así nos va.
No habrá mucha gente que recuerde la magnífica película de David Mamet El caso Winslow, basada en una obra de teatro de un autor inglés, Terence Rattigan, donde se habla del caso de un pequeño hurto y una condena injusta y en la que un abogado del Parlamento británico —junto con toda la familia del acusado, los Winslow (especialmente una hermana sufragista)— se empeña en sacar a la luz la verdad de lo ocurrido. En fin, resuelto el caso como solo se resuelven las cosas en las películas (es decir, bien), el abogado suelta una de esas frases que te dejan marcado de por vida: «Lo importante no es hacer justicia, sino hacer lo justo. Hacer justicia es fácil, hacer lo justo no lo es». ¿Puede aplicarse esta frase a nuestra política actual? Pues sí, claro que sí. «Pedro el Guapo» y su maniobra para quitar a un gobierno tan legítimo como el suyo (más legítimo si consideramos el número de votos de cada uno y piense políticamente cada uno lo que tenga que pensar), hace justicia: no vulnera ningún principio de igualdad, no viola tampoco ninguna ley y se limita a unir todos los votos posibles para desbancar a un partido. ¿Para qué? Mi idea es que «Pedro el Guapo» es un hombre que no vale para nada, ni para descalzar a mi gato (porque mi gato es de esos que han nacido en el país donde hasta los gatos llevan zapatos), y que, con este puestecillo de presidente del Gobierno tiene la vida asegurada, cosa que no nos pasa a los demás. Él, de momento, se ha instalado en un palacio (el de La Moncloa), se ha gastado medio millón de euros en amueblarlo a su gusto (porque podemos suponer que antes viviría en otro palacete similar y a cuerpo de rey, así que no le hace ninguna falta todo este despilfarro, pero es que no va a vivir peor que antes), va por el mundo recorriendo foros internacionales (en avión y helicóptero privados) y siendo eludido (de momento, pero todo puede andarse) por Donald Trump, presidente de Estados Unidos, que le dijo como nos han dicho algunas veces a todos en esos trabajos que nunca nos dan: «Ya te llamaré yo», para luego sentarse solo («El Guapo», claro) y como un perro apaleado tras la lluvia (como hacía antes el noble señor Rodríguez, otro de los presidente de la España que nos ha tocado vivir) .

«El Guapo», allá donde pisa, dice alguna gilipollez para que no se nos olvide la premisa fundamente de esto que escribo. Sobre todo gilipolleces acerca del cambio climático y del feminismo, que son cosas que hoy visten mucho. Ya me imagino, en el futuro remoto, a Rodríguez y a «El Guapo» andando por el mundo (como Marco con su mono buscando a su mamá), recorriendo países sobrados de democracia (Venezuela, Cuba, Corea del Norte, Nicaragua…), y, como aquellos dos personajes de la película Dos tontos muy tontos, echando a suertes quién de los dos va a pasar la lengua por la barra de hierro congelada. Quizá sin lengua estarían mejor y serían más simpáticos.
Además, todo se ha llenado de ministerios, en muchos de lo cuales ha puesto mujeres al frente de los mismos, que está muy bien, pero que luego las ves hablar y no sabes muy bien dónde meterte. Todas ellas charlotean de igualdad, de paridad, de La Manada, de las resoluciones judiciales que no comparten pero que acatan (como si pudieran hacer otra cosa) y que, así, en conjunto, llevan más de un mes al cargo de este país y todavía no han hecho nada… nada positivo. Han empezado el mismo proceso de aniquilación social que hace la izquierda cuando llega al poder: discriminación, sexismo, partidismo, en fin todo lo bueno que podamos pensar. Por no mencionar a los ministros: el de Ciencia, que fue astronauta y todo, todavía no le he oído decir nada (ni sensato, que sería mucho pedir, ni insensato, que será lo normal); el antiguo ministro de Cultura, que fue echado a las fieras por manipular su historial académico y que fue elegido… vaya usted a saber, pero era tan tonto, y quizá fue esto lo que decidió su elección, que no sabía que los calzoncillos van por debajo del pantalón, no por encima. ¡Qué chicos estos! ¡Qué chicas estas!
Hay que ver en qué va quedando todo, pero hay muchos temas pendientes que no dejaré de analizar (dentro de lo poco que analizo las cosas, porque yo soy más de tripas que de cerebro) en cuanto pueda para no aburrirles ahora. Temas que se me ocurren, por ejemplo:
Tanto que nos afectan las muertes de niños en guerras ajenas, o la llegada de menores (que hay que verlos y comprobar lo menores que son: a mí el más bajito me saca la cabeza por lo menos) a nuestras playas y lo mucho que nos hace sufrir ver el cadáver de un niño muerto en una lejana playa turca, creo recordar (aunque muerto en otro sitio pero trasladado a la playa como medida efectista y dolosa), como en una playa de Normandía cualquiera el día D; pero, aquí todos los días matamos a más de doscientos cincuenta seres humanos mediante el aborto y no he visto que nadie se lleve las manos a la cabeza ni exija la más mínima responsabilidad, ni moral ni penal (mi cuerpo es mío, se dice; pero ¿quién habla en nombre del asesinado?). Una pregunta sencilla: si es homicidio matar a una persona, a cualquier persona, por el mero hecho de ser persona, podemos definir el término persona como el de un animal pensante (bueno, ya sé que es haceros un favor, pero así están las cosas), ¿alguien puede decirme cuándo ese ser que no ha visto la luz empieza a pensar? ¿Justo en el momento en que asoma la cabeza por el útero de su madre o antes? Porque si es antes, tenemos un gravísimo problema, cuando menos moral.
En este país nacieron (cifras aproximadas) cuatrocientos tres mil niños en el año 2017 y se practicaron noventa y tres mil abortos (esto lo puede comprobar cualquiera mirándolo en internet). ¿No decían que teníamos una pirámide de natalidad invertida y que necesitábamos más personal para hacerse cargo del negocio? Por no mencionar que esta sociedad en la que vivimos, con tantos gilipollas, valora más, en el colmo del cinismo, con la maldad interesada y la desfachatez más aberrante, la vida de un perro, un gato o un toro (¿pronto la de una chinche o una bacteria causante de alguna enfermedad) que la de uno de nuestros hijos. ¿Cuántos Beethoven, Mozart, Einstein, Galileo… han acabado en el cubo de la basura o en alguna crema de las que las señoritingas de la peor estofa se ponen por la cara para estar más monas, aunque ya sabéis el refrán: aunque la mona…? En fin…
Si queréis sigo, pero ahora mismo no me apetece hacerlo. Hay muchos problemas y creo que seguiré hablando de ellos porque vale la pena sacar a la luz algunas de las mentiras, las exageraciones y los atropellos intelectuales que Carmen Calvo, la flamante vicepresidenta del Gobierno de «Pedro el Guapo» (ella sería y será en adelante «Carmen la Fea», porque anda, qué aspecto de estar siempre de mala uva gasta la pava), hablando de unas gilipolleces de no te menees sin que se la mueva un pelo de esa melena medio al viento con más laca que los pelos de una drag queen de tres al cuarto. Quiero hablar de la verdad, de la verdad auténtica, no de la que se quieren inventarse ahora e imponer por ley: solo es verdad lo que yo digo que lo es (dicen ellos, a mí no se me ocurre tan grande insolencia), no lo que objetivamente se tiene como tal. Por ejemplo, citemos una verdad, insoslayable, que ya he oído manipulada en boca de asnos: que la seguridad social es invento socialista, pongamos por caso. La seguridad social la instauró Franco, que era un dictador, pero que pensaba en los obreros (aunque no sé muy bien por qué, pero así era), cosa que el Gobierno de turno, socialista, no hace: de hecho han situado un límite mínimo de tributación que está destinado a machacar a los más débiles y a los más pobres; y así, cualquiera. Dentro de poco, la verdad oficial dirá que esto no fue así, que fue un invento de la República o alguna mamarrachada semejante. Pero no; no fue así ni aunque lo juréis por la tumba de vuestros muertos o de los nuestros (que también los tenemos y en las mismas tapias de algunos cementerios). Quiero hablar de nuestro flamante ministro de Ciencia, que hasta ahora no sé que haya hecho nada; o del de Cultura, que más de lo mismo; o del de Justicia, que parece un adocenado de novela decimonónica que podría haber empleado el mismo Galdós; de esas ínclitas ministras que no sé a qué se dedican, pero que yo las dedicaría a cosas que no las iban a gustar pero que nada, con lo sucios que están los ministerios. Quiero hablar de la ley de la Memoria Histórica y de lo que va a representar para este país. Quiero hablar del separatismo y de los golpistas, que pronto van a tener calles… en Madrid, seguro, porque ya se las han puesto o se las quieren poner a los chequistas de la guerra civil. Quiero hablar de la ley LGTBI y de proponer la celebración del día del orgullo (heterosexual, claro; yo quiero llevar una carroza que será un tractor con remolque cargadito con gañanes de pueblo cantando a voz en grito la canción «Mandanga Style», si no nos lo prohíbe la SGAE). Quiero hablar de la eutanasia que quieren imponer y quiero que la Real Academia de la Lengua cree un verbo para esta acción: eutanasiar, que lo veo como de grupo social marginado y así queda bien. Y de dejar de lado la paridad y poner en valor lo que es bueno y notorio y no lo que nos toca por cupo. Y quiero hablar de que no hay que hacer las cosas por ley, sino por principios. Quiero hablar de la libertad de expresión y de que si uno puede decir que hay que salir a matar guardias civiles o fachas, como dicen los raperos y nuestros cerebrales políticos de izquierdas (especialmente algunos por lo que ya sabéis el aprecio que siento), yo quiero tener derecho a decir que hay que matar a su condenada madre (me falta decidir la condenada madre de quién) y que la Pasionaria era una golfa (que ya me lo decía mi madre, que era socialista, cosa que no sé si perdonarla) y que Santiago Carrillo (padre) era un asesino a sangre fría (porque mandó a la muerte al menos a dos mil personas para que fueran ametralladas en Paracuellos, muertes que no tenían valor alguno para la guerra). Quiero hablar de hacer lo justo, no de hacer justicia. Ya saben: hacer justicia es fácil (basta con aplicar la ley, aunque sea injusta, aunque sea una verdadera tropelía), hacer lo justo no (aunque nos lleve a la cárcel: ya saben, por tripas, no por cerebro). Vais a llorar lágrimas de sangre porque os lo merecéis. Id preparándoos. Id aprendiendo.
Paco Arellano, español, heterosexual, no polimorfo, cimarrón, blanco.