Por El cazador furtivo
Fugarse es abandonar.
Una fuga se planea.
Para fugarse de una cárcel primero hay que conocer de qué materiales están hechos los muros y barrotes de esa cárcel, y dibujarse un plano.
Requiere una concentración de toda la actividad en el objetivo de la fuga.
Confiere a cada uno de los momentos de vida un sentido, un objetivo: escapar de la prisión.
Pero la cárcel de la que hablamos aquí no está hecha de cemento y acero.
Somos nosotros mismos, nuestra forma de vida, nuestra identidad numerada y estandarizada, la sociedad deshabitada y ocupada por mercancías intercambiables.
Es difícil escapar, pero es urgente. No es cosa que se pueda posponer con un: “cuando me jubile, cuando sea viejo, al fin, podré ser libre”. Ese mismo pensamiento es la cárcel en la que estás metido.
Por lo tanto, la primera atención es al pensamiento: hay que adoptar la forma de pensar del fugitivo.
¿Cómo piensa el fugitivo? ¿Cómo actúa?
Busca cómplices: aquellos con los que compartir la aventura de ser libres.
Y como el fugitivo tiene por fuerza que disimular y mentir -tanto ante los guardianes como antes los compañeros de presidio- encuentra en sus cómplices también el alivio y el gozo de poder hablar de verdad, y mostrarse a sí mismo como lo que es: un fugitivo, es decir, el más peligroso enemigo de la sociedad carcelaria.
Un fugitivo no pospone, sino que espera la ocasión.
Analiza el horror de la situación, el encierro vacío, y pone toda la intención de su mente, de su corazón y de sus actos en provocar la ocasión: la Fuga.
Pero el fugitivo no sólo prepara el acontecimiento de la fuga en sí, sino también el territorio de la fuga: no sólo de dónde, sino a dónde se va a fugar.
Así pues, hay que buscar los quiénes y el dónde. Con quién nos fugamos y a dónde nos fugamos. ¿Qué forma de vida buscamos?
Pues que esta cárcel de la que queremos fugarnos es ubicua, está en todas partes y la llevamos, por así decirlo, puesta encima.