Valentín González Gusi

Las entidades territoriales, en sus diversos niveles organizativos, son representadas por variados símbolos de entre los cuales cabe destacar las banderas. Que los ideales políticos, así como las ideologías, cuentan igualmente con estandartes representativos, es también de dominio público. Establecidas estas simples premisas, mi intención es caminar por terrenos que se antojan movedizos debido en parte a la exposición de concomitancias entre opuestos, así como por redefinir, de manera más incluyente y por supuesto metafórica, los conceptos nación y patria. Destruir las pretendidas diferencias que se han querido atribuir a ambos tipos de símbolos en tanto que aglutinadores de colectividades guiadas por mecánicas psicológicas de distinta naturaleza, requiere de un somero análisis para refutar la falacia revestida de un pretendido menor fanatismo y pasión irracional, léase desapego o liberación, en la naturaleza intrínseca del estandarte ideológico. Los símbolos, a este nivel, ejercen un poder que se plasma como guía de quietudes y movimientos antrópicos, físicos y psíquicos. Podemos extraer del análisis a los valores, a los ideales políticos, en el sentido que se pretende imprimir a esta reflexión, diferenciándolos de las ideologías, considerando a los primeros, grosso modo, como “entes fijos” o cimientos, puros en contraste a lo corruptible de ideologías y movimientos políticos.
Bajo este prisma, es perceptible algo extraordinariamente repulsivo en aquellos que varían su moral en los múltiples campos que integran la cognición de lo social y lo político, siempre en concordancia a coyunturas temporales que rara vez logran justificar coherentemente una fidelidad a las principios: su pretensión de portar una mayor libertad, modernidad y superioridad moral e incluso ética con respecto a quienes defienden banderas representantes de naciones y/o etnias varias. Resulta conveniente recalcar las excepciones permitidas por los primeros ante patriotismos políticamente correctos, exonerando de este modo tanto a naciones de escaso peso en la economía mundial como Cuba, país que siente el aliento y observa de cerca las garras del acaudalado coloso del norte, como a nacionalidades como Cataluña y País Vasco, comunidades españolas con economías bastante más boyantes que Extremadura o Andalucía. Los “apátridas” aluden a la manipulación consentida por los nacionalistas que no se mueven dentro de los cánones permisibles o “acoplables” a su narrativa, en favor de gobernantes que no dudan en exprimir el sudor de sus súbitos bajo la égida de estandartes nacionales: guerras, hambre, explotación laboral, precariedad económica, penurias que en definitiva no alcanzan las esferas de directores y tramoyistas.
Resulta sencillo comprender que la generalidad de objetores de los conceptos suelo, sangre o sangre y suelo cuentan con “patrias” en las que se insertan para obedecer, cambiar o permanecer en el lugar. Una mirada desapegada al pasado recordará a todo analista la transvaloración de muchas ideas o packs de ideas que, en general, responden a una contraposición frente a poderes definidos como opuestos. El tiempo mueve y transvalora, y por ello las ideologías critican o aceptan, y el reblandecimiento de fronteras y culturas permea en los reajustes cognitivos y sobre todo conductuales de las personas. Cabe ejercer, igualmente, abstención mental a modo de observancia, y analizar la coherencia o ausencia de esta más allá de las consignas atemporales que explican todo lo expuesto.

Los ejemplos son múltiples y diversos. Acude a mi memoria uno harto explicativo en el plano de lo erótico y lo púdico. En los años 90 del siglo pasado, una noticia informaba sobre la orden de cubrir el seno de una estatua femenina erigida en la Casa Blanca de Washington poco tiempo después de tomar posesión del cargo de presidente de Estados Unidos George W. Bush. El jolgorio ocasionado entre columnistas de izquierda por aquella acción puritana puede ser resumido con una ensoñación desagradable de Maruja Torres “desovariándose” por Las Ramblas mientras se regodeaba observando el viejo proceder de pastores rancios. En la misma época, también un periódico de tirada nacional exponía la invocación ante los tribunales estadounidenses del reclamo de una buena parte de los estudiantes universitarios que consideraban vulneradas sus libertades en unos campus que, guiados por sucesores de la Escuela de Frankfurt, habían establecido un régimen de corrección política agobiante en aras de erradicar racismo, sexismo u homofobia. Más allá de un pequeño recinto en el que el alumnado contaba con permiso de libre expresión, se prohibían actos tales como decorar la habitación con imitaciones de la Venus Desnuda. Ignoro si la dureza puritana era de extensión general en las universidades americanas, o si se trataba de un ejemplo concreto que pudiera dar lugar a una generalización imprecisa de las ordenanzas internas de otros centros.

Mi sufrido progenitor, quien padeció los rigores de la dictadura franquista, no daba crédito al decirle que no se trataba de una disposición aplicada por la derecha religiosa, sino insertada por una izquierda que décadas antes había navegado en los excesos de Woodstock. A este respecto, no es la concomitancia entre puritanismos religioso e izquierdista lo verdaderamente interesante, sino el movimiento tránsfuga de individuos timoratos, necios o hipócritas, aplicable a la totalidad de campos integrantes de la lucha entre izquierda indefinida, término acuñado por el filosofo español Gustavo Bueno (1924-2016), y todo aquello que no es izquierda indefinida.
Quienes mutan por una evolución personal distante de la propaganda grupal, rara vez osan permanecer largo tiempo en tierra de nadie, en páramos que enjambran ideas o conceptos procedentes de allende diversas fronteras. La necesidad de combatir la soledad ideológica conduce a la aceptación de la ideología como un todo filosófico, religioso o político. De esta forma, los ciudadanos en general aceptan packs doctrinales, y la vertiente más hipócrita, ígnara, o ambas cosas a la vez, de la población, los “apátridas”, juran bandera mientras sus discursos resultan en letanías de independencia y libertad semejantes a melodías de flauta que los conducen a prados considerados por su pastor, como óptimos para un adecuado engorde moral. Las masas izquierdistas, herederas del puritanismo más beato, dominadas por una rigidez y sumisión vergonzantes, son, no obstante, las más estultas y moldeables; las más proclives a traicionar el desarrollo subsiguiente a cualquier eslogan o icono que fundamenta sus bases primigenias, las más vulnerables a los designios de las esferas de poder a causa de su sensibilidad a estímulos maniqueos y a su temor a un sol negro creciente que engloba a todo aquellos definidos como enemigos. Los guías del rebaño izquierdista, raptores de términos referentes al avance o retroceso, al cambio o estancamiento, a la igualdad o la diferencia, requieren de escaso esfuerzo en el manejo de sus lanares súbditos; el Gran Satán fascista, el Díscolo cuyas alas cobijan a todo opositor, insufla el combustible mental y físico que necesitan los bóvidos trasquilados. Son indiferentes las posturas que, fuera de la secta del progreso, se esgriman sobre cuestiones de toda índole; prohibición o legalización de las drogas, fronteras territoriales más o menos permeables, libertad sexual o economía, necesitan de un acoplamiento absoluto y sin matices a su consorcio ideológico. Una pata rota destruye toda su mesa política, una mesa apoyada sobre suelos efímeros y en la que consume las viandas un poder que no ven porque el estruendo de las consignas afecta a sus desorbitados ojos, a sus tímpanos saturados incapaces de escuchar el ruido de fondo que proviene de burguesías periféricas o de financieros globalistas, poderes estos que delegan la batalla propagandística materializada en luchas físicas a diferentes niveles, en falsos revolucionarios homologados por transacciones en negro.

Ha habido intentos de impulsar organizaciones o partidos de izquierda críticos con algunas o gran parte de posturas de la secta progresista, en una mayoría de casos referentes a la ideología de género y a la sumisión indirecta a las derechas conservadoras vasca y catalana. Sus cortas vidas terminaron bajo la presión psicopática ejercida por los repetidores a baja escala de la oficialidad insuflada por los consorcios de la información: falsos alternativos, muchachos de “pelo rosa” que babean leyendo a Elisa Beni o deglutiendo basura televisiva escupida por millonarios presentadores que sin problema alguno han acaparado platós gobernando derechas o izquierdas. Escogiendo como ejemplo a un político de reciente fallecimiento, huelga decir que alguien como Julio Anguita, jacobino convencional, seguidor de una agenda enfocada prioritariamente en lo económico como matriz generadora de diferencias sociales, no podría superar los escollos planteados por la izquierda actual. Su oposición a los pactos del PSOE de Felipe González con la derecha nacionalista representada por Convergencia i Unió de Jordi Pujol o la escasa atención prestada al feminismo de aquellos días, capitaneado por Lidia Falcón y Cristina Almeida, supondrían discordancias insalvables con aquellos que hoy hipócritamente reivindican su figura.
Las directrices mediáticas y políticas, cuando resultan agudizadas en el correr del tiempo, fortalecidas por cambios de gobierno, se perciben como nuevas y revolucionarias, alimentando la ilusión falaz de un cambio que no es tal, sino que resulta una continuidad de lo establecido. Y en este polvoriento y penoso escenario, las masas carmesí-moradas, los indefinidos izquierdistas, como un cardumen que reacciona ante estímulos visuales o sonoros bajo la superficie de un mar en calma, aceptan la desigualdad ante la ley implementada por un atroz sexismo publicitado desde hace décadas en las televisiones, ignoran o incluso aplauden diferencias inter-regionales que generan muy distintos niveles de vida para los ciudadanos, aceptan lo étnico como eje en torno al cual debe articularse una nación o región pero nunca otras, derraman lágrimas de alegría ante leyes que ejercen controles vergonzantes sobre la vida privada, en catarsis esencialmente religiosas, exigen castigos durísimos para aquellos señalados por políticos y mezquinos popes mediáticos sin tratar de situarse algo más cerca de la realidad y siempre gritando al mundo que sus lemas y consignas representan la ausencia del control, la suavización de la presión policial y del recurso carcelario.